Cuando uno se sumerge en el mes de septiembre, parece entrar en una especie de túnel del tiempo.
La vuelta al trabajo, a los colegios, y al ciclo de lo cotidiano, hacen que pronto parezcan muy lejanas las vacaciones que disfrutamos hace tan sólo unos cuantos días.
Para que los buenos momentos (como el moreno playero), perduren todo el año, hay que atesorarlos como oro en paño.
En esta ocasión, nuestro destino de salida y de llegada fue Venecia, teniendo como punto más alejado Estambul, y como compañero de viaje al eterno Mar Mediterráneo.
La ciudad de Vivaldi, de Casanova y de Marco Polo, nos vio embarcar nuestras ilusiones hacia la lejana Turquía, buscando la encrucijada de culturas, historias, caminos y religiones universales. Sin olvidar las escalas intermedias en la bulliciosa Bari, la resucitada Dubrovnik, la griega y olímpica Olimpia, o la bíblica Éfeso, donde aún parecían resonar los pasos divinos de Jesús y María entre sus piedras milenarias.
Un espléndido periplo, que ha llenado nuestros pulmones de aromas a historia antigua, a aventura primigenia y a sol navegante y esplendoroso.
Y para terminar, de nuevo Venecia. Remedando la idea del eterno retorno, esa ciudad donde uno siempre desea volver o tal vez quedarse para siempre, como tratando de atrapar con las manos del corazón su inabarcable romanticismo, su belleza brutal y cautivadora.
Después de esta experiencia ninguno en casa seremos igual que antes. Todos hemos aprendido lo que vale un gran viaje, hacia el horizonte y hacia el interior.