El pasado fin de semana estuvimos visitando el Guggenheim una vez más. Y van…
Teníamos curiosidad por conocer la faceta más artística y personal de la que fuera compañera del divino John Lennon y, según algunos, musa de la movida contemporánea neoyorkina de la segunda mitad del siglo XX.
Pase lo que pase con los contenidos del Museo, la visita es siempre una gozada, porque el continente atesora tal cantidad de talento artístico y arquitectónico, que pase lo que pase en su interior, siempre está justificada y disfrutada.
Exactamente eso es lo que puedo decir en este caso: Visitar el Guggen es siempre estupendo, aunque a veces la excusa para hacerlo sea tan irrelevante como la exposición de Yoko Ono: una muestra tan absolutamente decepcionante y sin enjundia, que desde mi punto de vista raya la tomadura de pelo.
Y no soy de las que desprecian el arte contemporáneo. Simplemente creo que no todo vale, por mucho nombre que se tenga.
Quienes desde la medicina trabajamos también buscando la belleza, sabemos que hay conceptos como «armonía», «expresión» o «empatía» que siempre están unidos a ese ideal que buscamos. Y yo allí no encontré nada de eso.
Creo que no merece mucho más comentario.
Por fortuna, junto a la «artista» pudimos ver también la exposición de Ernesto Neto, mucho más original, sugerente e inesperadamente brillante, que por sí sola ya nos compensó por la visita… sin olvidar nunca nuestra eterna gratitud a Don Frank O. Gehry.
